J.
Peradejordi
El neoplatónico Jámblico nació en Calcis, en la isla de Eubea, en la
segunda mitad del siglo II de nuestra era y murió hacia el año 330. Fue alumno
de Anatolio, uno de los discípulos de Porfirio y, más tarde, del mismo
Porfirio. A parte de Los Misterios de Egipto fue autor de numerosas
obras, la mayoría de ellas perdidas, de las que, sin embargo, se conservan
algunos estractos. Estobeo, por ejemplo, nos ha dejado citas importantes de la Teogonía
Caldea así como de De Ánima.
La primera traducción latina de Los Misterios de Egipto se debe
a Marsilio Ficino, quien la realizó en 1497, a partir de un manuscrito copiado
hacia 1460.
Los Misterios de Egipto se dividen en 10 libros que son una respuesta a
la carta de Porfirio a Anebón y una solución a las dificultades que se
encuentran en ella. Esta respuesta parece haber gozado de una cierta
popularidad, incluso en medios cristianos, ya que Eusebio la cita en su Preparación
Evangélica y San Agustín en su Ciudad de Dios (X-XI). En la carta en
cuestión, Porfirio atacaba a la Teurgia y ciertas formas de adivinación que
Jámblico se esfuerza en defender basándose en las enseñanzas de los Misterios
egipcios y caldeos.
Los extractos que hemos escogido de estos 10 libros proceden,
especialmente, del libro I, que trata de varias cuestiones apelando a la
sabiduría caldeo-egipcia; del V, que se ocupa de los sacrificios y recalca la
importancia de la oración; del VII, que trata de la mistagogía simbólica de los
egipcios y del VIII que, a grandes rasgos y con considerables lagunas, expone
algunas ideas sobre la teología y la astrología. Han sido traducidos a partir
de la edición de Edouard des Places. (1)
Como otros muchos filósofos griegos, Jámblico no es en realidad un
elaborador de sistemas nuevos u originales; para él, los fundadores de la
Teurgia, tema central de los Misterios de Egipto son siempre los
sacerdotes egipcios, a los que muy a menudo llama los antiguos. La
enseñanzas que aparecen en su obra proceden de estos, actuando Jámblico como un
auténtico transmisor de la sabiduría egipcia, en lo que se refiere a Dios, al
intelecto y al alma. Dios es Ese fuego supraceleste que saca su claridad de
sí mismo, que no ha nacido, que es incorpóreo e inmaterial. (I-15). El
intelecto, la chispa divina en el hombre cuyo despertar permite su
regeneracíón, es Aquello que en nosotros hay de divino, inteligente y uno
[...] que se despierta manifiestamente en la oración; despertándose , este
elemento aspira superiormente al elemento semejante y se une a él en la
perfección en sí (I-15).
La oración y, sobre todo, la alabanza eran una parte importante de las
prácticas religiosas egipcias, ello lo demuestra la inmensa cantidad de himnos
que hoy en día se conservan (2). La función eminentemente litúrgica de estos
himnos no les priva, sino todo lo contrario, de un extraordinario valor
poético. La oración era para los egipcios algo natural en el hombre caído y no
sólo tenía el poder de orientarle hacia Aquel a quien ora, sino también el de
acercarle a Él. En un himno a Amón (3) leemos: Él oye las oraciones de aquel
que grita hacia él; en un instante viene de lejos hacia aquel que le invoca.
Tener conciencia de nuestra nada es lo que nos empuja a orar: Y por la súplica
nos elevamos pronto hasta el Ser a quien suplicamos, nos hacemos semejantes a
Él por su frecuentación continua y desde nuestra imperfección llegamos poco a
poco a la perfección divina. (I-15).
En la oración se considera tres grados, los cuales Jámblico explica con
detenimiento, y, que además de ser un digno objeto de enseñanza, hace
que la ciencia de los dioses se perfeccione. El primer grado de oración nos
lleva al contacto con lo divino y nos permite conocerle; el segundo grado
establece una comunión y una conformidad de sentimientos que atrae los dones
que los dioses envían desde arriba incluso antes de que tomemos la palabra e
incluso antes de que pensemos (V-26). En el tercero se sella una unión
inefable que funda sobre los dioses toda su eficiencia y hace que nuestra alma
repose perfectamente en ellos. La oración es, pues, un instrumento
valiosísimo en manos del hombre que quiere recuperar su estado de unión con lo
divino, que alimenta nuestra alma y que revela a los hombres los secretos
divinos.
Para los egipcios, la creación, la naturaleza o el mundo de las
apariencias no son sino símbolos de otra realidad, del mismo modo que sus
jeroglíficos y su mitología se refieren también a ella, pudiéndoselos
confundir, tal como tiende a hacer el profano, con meros símbolos de la
naturaleza.
Hacían una distinción entre la naturaleza y la vida natural que de ella
depende, la vida psíquica y la intelectual. Los planos psíquico e intelectual
están por encima del natural, la fatalidad o el destino que actúa sobre el
natural y sobre el psíquico no llega a alcanzar al intelectual. Esta no era en
modo alguno una mera concepción o consideración teórica, ya que, según
Jámblico, los sacerdotes egipcios recomiendan ascender por la Teurgia
hierática a las regiones más elevadas, más universales, superiores a la
fatalidad (VIII-4). Se trata de una vía enseñada por Hermes (4), que el
profeta Bytis (5) Interpretó al rey Amón después de haberla descubierto,
grabada en jeroglíficos en un santuario de Sais en Egipto (VIII-5). Para
los sacerdotes egipcios, el hombre tiene dos almas (6) una de las cuales
participa en la naturaleza divina, que es intelectual y otra introducida en
nosotros a partir de la revolución de los cuerpos celestes. Este alma
intelectual es superior al ciclo de los nacimientos y gracias a ella, liberados
de la fatalidad, nos remontamos hacia los dioses inteligibles (VIII-6).
La gran enseñanza de los egipcios, transmitida en los jeroglíficos y de
la que Jámblico se hace eco, sería pues la respuesta a cómo librarse de la
Fatalidad; y la Teurgia el sistema que nos proponen.
La fatalidad es el estado del hombre caído, sometido a la
corruptibilidad, sometido a los astros. Declaro que el hombre, concebido
como divinizado, unido antaño a la contemplación de los dioses, se ha deslizado
en otra alma combinada a la forma específicamente humana y por ello se
encuentra cogido en los lazos de la necesidad y de la fatalidad (X-5).
La verdadera Teurgia es, para Jámblico, una mistagogía sagrada (I-11). No
es nuestro pensamiento el que opera estos actos (teúrgicos); su eficacia
sería entonces intelectual y dependería de nosotros, y ni una ni otra cosa son
verdaderas. Sin que nos demos cuenta de ello, son en efecto, los signos mismos,
por sí mismos, quienes operan su propia obra, y el inefable poder de los dioses
a quienes conciernen estos signos, reconoce sus propias copias por sí mismo sin
la necesidad de ser despertado por la actividad de nuestro pensamiento [...] Lo
que despierta propiamente el poder divino son los mismos signos divinos; y así
el divino es determinado por el divino y no recibe de los seres inferiores otro
principio sino su propia acción (II-11). Vemos que nada tiene que ver con
la hechicería o con el poder mental.
Sirva esta breve exposición para centrarnos en la motivación profunda
que impulsó a los egipcios a inventar una serie de divinidades, cada una de las
cuales tiene, como irá advirtiendo el lector, un significado concreto y
preciso. Todo su panteón, todos sus misterios, todo su curiosísimo sistema de
momificación, no apuntan sino a enseñar el camino de la incorruptibilidad a la
resurrección.
______________
(1) Société d´edition Les Belles Lettres, París, 1966.
(2) Un bello ejemplo de estos himnos es el Himno de Khunatón, aparecido
en La Puerta (Egipto) ed. Obelisco.
(3) Citado por S.Morenz La religión égyptienne, Payot, París,
1962 pág. 134
(4) Hermes es la helenización del dios egipcio Toth.
(5) No se sabe con certeza quien fue Bytis, pero algunos autores creen
que es el mismo sacerdote del que habla el alquimista Zósimo en sus Comentarios
sobre la letra Omega, refiriéndose a él con el nombre de Bytos.
(6) Se trata de la difícil distinción entre el espíritu y el alma pura,
la chispa divina en el hombre. El primero está a la merced del destino
astrológico; la segunda, al ser una emanación de la divinidad, es eterna. Un
papiro se refiere a ella de este modo: Mi alma es Dios; mi alma es
eternidad.
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